La llegada de las máquinas empáticas

¿Qué va a pasar con la inteligencia artificial cuando llegue a sitios que nuestra mente es incapaz de alcanzar y quizá hasta de concebir?

La Inteligencia Artificial (IA) hasta hace poco se utilizaba principalmente para resolver cuestiones operativas. Por ejemplo, pilotear un avión, optimizar los semáforos de una ciudad, o identificar un tumor en una imagen médica. En esas instancias, no nos importa tanto entender cómo logran lo que hacen, sino simplemente que lo hagan bien. Los programas de ajedrez actuales que superan a los mejores humanos también nos sorprenden: no piensan como nosotros y por eso llegan a lugares que nos resultan inalcanzables. Pero este conglomerado de máquinas útiles y eficientes tiene una limitación: no eran empáticas. Como el genio que nunca fracasa, que resuelve situaciones que nadie más podría resolver, genera admiración pero no cercanía. A los humanos nos gusta entendernos, jugar y lidiar con otros humanos fallidos como nosotros. Nos gustamos a nosotros mismos y nos gustan otras especies o máquinas mientras podamos proyectarnos e identificarnos con ellas.

Con la llegada de los modelos de lenguaje como GPT, la IA se interna en terrenos novedosos, mucho más cercanos a la creatividad y el ingenio que a las tareas mecánicas. Adquiere una forma de conversación en apariencia humana, que nos genera una inesperada sensación de cercanía. Este es el cierre de un bucle: los primeros experimentos de Turing el siglo pasado habían sido un intento por entender lo más sorprendente de la condición humana. Luego la investigación en IA se fue durante décadas de excursión a un mundo pragmático y eficiente donde lo relevante era resolver bien un problema, sin importar la manera. De repente, el camino nos trae de vuelta a casa, al lugar de la conversación, del juego de imitación, de una máquina que se confunde con uno de nosotros. En nuestros aciertos pero también en nuestras imprecisiones.

Nos vamos acostumbrando a vincularnos con las inteligencias artificiales porque ya hablan con nosotros, hacen resúmenes, dan consejos y juegan. Apreciamos la respuesta que nos ofrece ChatGPT porque empatiza con nuestra forma de escribir y de percibir la escritura. Sucede así porque estas IA se han entrenado con datos de la cultura humana, que han digerido entera, y las cosas que se les ocurren se estructuran sobre todo ese conocimiento.

Sin embargo, sabemos que la imitación está muy cerca de la impostura, y detalles ínfimos conducen del amor al desprecio. Si no, que le pregunten a una rata por qué leves diferencias en su apariencia la hacen repulsiva frente a una ardilla, que la mayoría de gente encuentra adorable. Y es que la curiosidad que nos genera vincularnos con otras inteligencias (o simplemente con otros entes) se encuentra con roces y reparos bastante estereotipados.

En 1970, el robotista japonés Masahiro Mori llamó “valle inquietante” a la respuesta emocional negativa que experimenta una persona cuando se encuentra con un objeto o un ser humanoide que es casi, pero no del todo, realista. A medida que los robots humanoides se vuelven más parecidos a los seres humanos en apariencia y comportamiento, generalmente despiertan una mayor empatía y aceptación por parte de las personas. Sin embargo, hay un punto en el que la semejanza se acerca lo suficiente a la realidad como para resultar familiar, pero con algunos detalles o características sutiles que delatan la casi perfecta impostura. Justo en ese punto, sentimos una sensación de inquietud y repulsión hacia la máquina, y la empatía se desploma. No hay nada más molesto que algo que se parece mucho a una persona, sin serlo. Lo ligeramente falso suele generar mucho malestar.

El “valle inquietante” de Mori se mide con la vara de la imitación perfecta. ¿Y si un robot pasase del otro lado de esa vara? ¿Puede la imitación de una inteligencia ser más inteligente, e incluso de aspecto más humano, que los humanos que la han creado? Hemos fabricado microscopios y telescopios que nos permiten ver lo que el ojo no ve, y máquinas que vuelan más alto y más lejos que cualquier ave. ¿Qué va a pasar con la inteligencia artificial cuando llegue a sitios que nuestra mente es incapaz de alcanzar y quizá hasta de concebir? La inteligencia es el rasgo más preciado que tenemos, el orgullo de nuestra especie. Si mandáramos al espacio un arca con creaciones humanas, no mandaríamos nuestro copioso sudor como forma de mantener la regulación térmica, ni disecciones de rodillas y codos para mostrar la versatilidad articulatoria de un miembro. Irían canciones, poemas, cartas, pinturas. En fin, distintas expresiones de la inteligencia y la cultura.

Por esto mismo a nadie le ofende que un coche sea más rápido que nosotros, pero sí nos inquieta que una máquina piense mejor. Porque nos toca en la fibra más íntima. ¿Qué sentiríamos, en definitiva, si hubiese una especie de entes artificiales mucho más inteligentes que nosotros?

Parte del resquemor es evidente. Serán mejores en aquella cualidad que nos hizo lo que somos. Porque, para bien y para mal, edificios, catedrales, imprentas, basureros, guerras, bombas, cartas de amor, telescopios, teoremas y circos son ejemplos de nuestras creaciones. No somos una especie particularmente rápida, ni fuerte, ni resiliente. La inteligencia es la herramienta con la que hemos creído gobernar el mundo e impuesto nuestra voluntad sobre las demás criaturas. Pero, como nuestra propia experiencia lo demuestra, la especie más inteligente es la que fija las reglas. Hacemos bien en preguntarnos y especular lo que pueda pasar cuando algún día alguien o algo nos supere, y pueda ser quien decida si andamos sueltos, con correas, o enjaulados.

Fuente: Infobae

Diario Mendoza Sur

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